Hay un aire letárgico en las casas
como el que hay en los nichos bajo los pies de las estatuas,
o en el raso de un cofre lleno de ajadas flores y cabellos.
El aliento ennegrece los objetos;
las paredes donde el viento del Oeste golpea con sus
calientes cuerdas:
los lechos, las cortinas de plegada cintura...
Es que tal vez, bajo los pisos, hay alguien de insondable
cabeza que nuestros pies despiertan, resonando,
mientras el día gira penetrando a morir en las más tristes
luces.
Henos aquí. La mesa ha sonado su blanco mantel y nos
reúne.
Aún galopa el estío jadeando ante las celosías,
con sus pasos envueltos en hirviente humedad.
Aquí están mis manos. Nuestros diálogos;
el ritual alimento sobre la piel del mediodía;
las cosas dirigidas a su tranquilo perecer,
en tanto suenan los cuchillos cada vez más opacos,
hasta que se confundan con un golpe de tierra sobre la
eternidad.
A veces, el océano pasa rozando las habitaciones
como un mendigo de terrible voz,
y hasta mis uñas quieren huir.
Pero aún estamos juntos entre las copas y los muebles
donde la sangre gotea,
reunidos en la ternura cuando las hojas vacilan,
aquí, como lobos retraídos,
o gentes que ya conocen su sabor.
Pero cuando los techos se sacuden, tocados de súbito
por mortuorios cielos,
y los platos se desmenuzan al compás de esos fúnebres sones
que nadie quiere oír,
nos miramos todavía sonriendo y nos contamos en
silencio...
Somos todos aún: nadie ha partido a ser el que se nombra
sollozando,
ya todo de vapor, con un traje vacío
donde se secan lágrimas, claveles...
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