eternamente errante
de vendaval, a brisas
o suspiro,
bajo el mundo,
tan poderosamente
subterránea
que parece temblor,
calor de tierra,
sin cesar, en su
angustia desolada,
vuela o se arrastra
el ansia de ser cuerpo.
Todo quiere ser
cuerpo.
Mariposa, montaña,
ensayos son
alternativos
de forma corporal, a
un mismo anhelo:
cumplirse en la
materia,
evadidas por fin del
desolado
sino de almas
errantes.
Los espacios vacíos,
el gran aire,
esperan siempre, por
dejar de serlo,
bultos que los
ocupen. Horizontes
vigilan avizores, en
los mares,
barcos que desalojen,
con su gran tonelaje
y con su música,
alguna parte del
vacío inmenso
que el aire es
fatalmente;
y las aves
tienen el aire lleno
de memorias.
¡Afán, afán de
cuerpo!
Querer vivir es anhelar la carne,
donde se vive y por
la que se muere.
Se busca oscuramente
sin saberlo
un cuerpo, un cuerpo,
un cuerpo.
Nuestro primer hallazgo es el nacer.
Si se nace
con los ojos
cerrados, y los puños
rabiosamente
voluntarios, es
porque siempre se
nace de quererlo.
El cuerpo ya está
aquí; pero se ignora,
como al olor de rosa
se le olvida
la rosa. Le llevamos
al lado nuestro, se
le mira,
en los espejos, en
las sombras.
Solamente costumbre.
Un día,
la infatigable sed de
ser corpóreo
en nosotros irrumpe,
lo mismo que la luz,
necesitada
de posarse en materia
para verse,
por el revés de sí,
verse en su sombra.
Y como el cuerpo más
cercano,
de todos los del mundo
es este nuestro,
nos unimos con él,
crédulos, fáciles,
ilusionados de que
bastara
a nuestro afán de
carne. Nuestro cuerpo
es el cuerpo primero
en que vivimos,
y eso se llama
juventud a veces.
Sí, es el primero y eran dieciséis
los años de la
historia.
Agua fría en la piel,
zumo de mundo inédito
en la boca,
locas carreras para
nada, y luego,
el cansancio feliz.
Tibios presagios,
sin rumbo el rostro
corren,
disfrazados de
ardores sin motivo.
Nos sospechamos
nuestros labios, ya.
La primera soledad se
siente en ellos.
¡Y qué asombrado es
el reconocerse
en estas tentativas
de presencia,
nosotros en nosotros,
vagabundos
por el cuerpo
soltero!
Alegremente fáciles,
se vive así en
materia
que nada necesita,
sino es ella,
igual que la inicial
estrella de la noche,
tan suficientemente
solitaria.
Así viven los seres
tiernamente llamados
animales:
la gacela
está en bodas
recientes con su cuerpo.
Pero luego supimos,
lo supimos tú y yo en
el mismo día,
que un cuerpo que se
busca
cuando se tiene ya y
se está cansado
de su repetición y de
su pulso,
solo se encuentra en
otro.
¿Con qué buscar los
cuerpos?
Con los ojos se
buscan, penetrantes,
en la alta madrugada,
ese paisaje
del invierno del día,
tan nevado,
en el lecho se busca,
donde estoy solo,
donde tú estarás.
La blancura vacía
se puebla de
recuerdos no tenidos,
la recorren presagios
sonrosados
de aquel rosado bulto
que tú eras,
y brota, inmaterial
masa de sueño,
tu inventada figura
hasta que llegues.
Allí, en la oscura
noche
cuando el silencio lo
permite todo,
y parece la vida,
el oído en vela
escucha
vaga respiración,
suspiro en eco,
sospechas del estar
un cuerpo al lado.
Porque un cuerpo -lo
sabes y lo sé-
sólo está en su pareja.
Ya se encontró: con
lentas claridades,
muy despacio.
¡Cómo desembocamos en
el nuevo,
cuerpo con cuerpo
igual que agua con agua,
corriendo juntos
entre orillas
que se llaman los
días más felices!
¡Cómo nos encontramos
en el nuestro
allí en el otro, por
querer huirlo!
Estaba allí
esperándose, esperándonos:
un cuerpo es el
destino de otro cuerpo.
Y ahora se le conoce, ya, clarísimo.
Después de tantas
peregrinaciones,
por temblores, por
nubes y por números,
estaba su verdad
definitiva.
Traspasamos los
límites antiguos.
La vida salta, al
fin, sobre su carne,
por un gran soplo
corporal henchidas
las nuevas velas:
atrás se cierra un
mar y busca otro.
Encarnación final, y
jubiloso
nacer, por fin, en
dos, en la unidad
radiante de la vida,
dos. Derrota
del solitario aquel
nacer primero.
Arribo a nuestra
carne transcorpórea,
al cuerpo, ya, del
alma.
Y se quedan aquí tras
el hallazgo
-milagroso final de
besos lentos-,
rendidos nuestros
bultos y estrechados,
sólo ya como prendas,
como señas,
de que a dos seres
les sirvió esta carne
-por eso está tan
trémula de dicha-
para encontrar, al cabo, al otro lado,
su cuerpo, el del
amor, último y cierto.
Ése
que inútilmente
esperarán las tumbas.
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