domingo, 18 de mayo de 2014

SALVACIÓN POR EL CUERPO de Pedro Salinas. Las 2001 Noches nº 128


 ¿No lo oyes? Sobre el mundo,

 eternamente errante

 de vendaval, a brisas o suspiro,

 bajo el mundo,

 tan poderosamente subterránea

 que parece temblor, calor de tierra,

 sin cesar, en su angustia desolada,

 vuela o se arrastra el ansia de ser cuerpo.

 Todo quiere ser cuerpo.

 Mariposa, montaña,

 ensayos son alternativos

 de forma corporal, a un mismo anhelo:

 cumplirse en la materia,

 evadidas por fin del desolado

 sino de almas errantes.

 Los espacios vacíos, el gran aire,

 esperan siempre, por dejar de serlo,

 bultos que los ocupen. Horizontes

 vigilan avizores, en los mares,

 barcos que desalojen,

 con su gran tonelaje y con su música,

 alguna parte del vacío inmenso

 que el aire es fatalmente;

 y las aves

 tienen el aire lleno de memorias.

 ¡Afán, afán de cuerpo!

 

 

Querer vivir es anhelar la carne,

 donde se vive y por la que se muere.

 Se busca oscuramente sin saberlo

 un cuerpo, un cuerpo, un cuerpo.

 

Nuestro primer hallazgo es el nacer.

 Si se nace

 con los ojos cerrados, y los puños

 rabiosamente voluntarios, es

 porque siempre se nace de quererlo.

 El cuerpo ya está aquí; pero se ignora,

 como al olor de rosa se le olvida

 la rosa. Le llevamos

 al lado nuestro, se le mira,

 en los espejos, en las sombras.

 Solamente costumbre. Un día,

 la infatigable sed de ser corpóreo

 en nosotros irrumpe,

 lo mismo que la luz, necesitada

 de posarse en materia para verse,

 por el revés de sí, verse en su sombra.

 Y como el cuerpo más cercano,

 de todos los del mundo es este nuestro,

 nos unimos con él, crédulos, fáciles,

 ilusionados de que bastara

 a nuestro afán de carne. Nuestro cuerpo

 es el cuerpo primero en que vivimos,

 y eso se llama juventud a veces.

 

Sí, es el primero y eran dieciséis

 los años de la historia.

 Agua fría en la piel,

 zumo de mundo inédito en la boca,

 locas carreras para nada, y luego,

 el cansancio feliz. Tibios presagios,

 sin rumbo el rostro corren,

 disfrazados de ardores sin motivo.

 Nos sospechamos nuestros labios, ya.

 La primera soledad se siente en ellos.

 ¡Y qué asombrado es el reconocerse

 en estas tentativas de presencia,

 nosotros en nosotros, vagabundos

 por el cuerpo soltero!

 Alegremente fáciles,

 se vive así en materia

 que nada necesita, sino es ella,

 igual que la inicial estrella de la noche,

 tan suficientemente solitaria.

 Así viven los seres

 tiernamente llamados animales:

 la gacela

 está en bodas recientes con su cuerpo.

 

Pero luego supimos,

 lo supimos tú y yo en el mismo día,

 que un cuerpo que se busca

 cuando se tiene ya y se está cansado

 de su repetición y de su pulso,

 solo se encuentra en otro.

 ¿Con qué buscar los cuerpos?

 Con los ojos se buscan, penetrantes,

 en la alta madrugada, ese paisaje

 del invierno del día, tan nevado,

 en el lecho se busca,

 donde estoy solo, donde tú estarás.

 La blancura vacía

 se puebla de recuerdos no tenidos,

 la recorren presagios sonrosados

 de aquel rosado bulto que tú eras,

 y brota, inmaterial masa de sueño,

 tu inventada figura hasta que llegues.

 Allí, en la oscura noche

 cuando el silencio lo permite todo,

 y parece la vida,

 el oído en vela escucha

 vaga respiración, suspiro en eco,

 sospechas del estar un cuerpo al lado.

 Porque un cuerpo -lo sabes y lo sé-

sólo está en su pareja.

 Ya se encontró: con lentas claridades,

 muy despacio.

 ¡Cómo desembocamos en el nuevo,

 cuerpo con cuerpo igual que agua con agua,

 corriendo juntos entre orillas

 que se llaman los días más felices!

 ¡Cómo nos encontramos en el nuestro

 allí en el otro, por querer huirlo!

 Estaba allí esperándose, esperándonos:

 un cuerpo es el destino de otro cuerpo.

 

Y ahora se le conoce, ya, clarísimo.

 Después de tantas peregrinaciones,

 por temblores, por nubes y por números,

 estaba su verdad definitiva.

 Traspasamos los límites antiguos.

 La vida salta, al fin, sobre su carne,

 por un gran soplo corporal henchidas

 las nuevas velas:

 atrás se cierra un mar y busca otro.

 Encarnación final, y jubiloso

 nacer, por fin, en dos, en la unidad

 radiante de la vida, dos. Derrota

 del solitario aquel nacer primero.

 Arribo a nuestra carne transcorpórea,

 al cuerpo, ya, del alma.

 Y se quedan aquí tras el hallazgo

 -milagroso final de besos lentos-,

 rendidos nuestros bultos y estrechados,

 sólo ya como prendas, como señas,

 de que a dos seres les sirvió esta carne

 -por eso está tan trémula de dicha-

para encontrar, al cabo, al otro lado,

 su cuerpo, el del amor, último y cierto.

 Ése

 que inútilmente esperarán las tumbas.

 

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