viernes, 12 de noviembre de 2010

YÁNOVER, POETA Y AMANTE DE LOS LIBROS. Las 200 Noches nº 67


Por Juan Jacobo Bajarlía
Buenos Aires, Noviembre de 2003

Nació en Córdoba el 3 de diciembre de 1929, y murió en Buenos Aires el 8 de octubre de 2003. Fueron 73 años de intensa labor, en los que dejó un recuerdo y una labor que los argentinos inscribirán en los anales de la literatura.

La vida y la muerte, el amor, las alegrías del descubrimiento y las inquietudes repartidas entre el afán de batallar y la existencia siempre esquiva, acaso colgada de un hilo invisible, fueron las constantes en que inscribió su poesía.

Poeta enamorado de los clásicos que recurrían al asonante y la metáfora, concretó en Elegía y la gloria (1958) un conjunto de poemas en los que destacó la importancia de una escritura que tenía por adalid a Leopoldo Lugones. Así, en el poema 21 de esta obra, nos dice:

Veo paredes recién pintadas que la
humedad manchará,
veo muebles que se harán monotonía
en el paisaje.
Veo parejas que se odiarán cuando el amor
como la ropa vieja, se deshilache,
y cuando las manchas que dejan las palabras
abran heridas hondas, infranqueables.

El mismo rigor observamos en sus otros libros: Arras para otra boda (1964), Otros poemas (1989) y Antología poética (1996).

Pero en esta última obra hay un contacto más insinuante contra lo anecdótico y el descriptivismo, como lo afirmaba Vicente Huidobro en Horizon carré (1917), en cuyos poemas las metáforas pasaban a calidad de términos antitéticos o de realidades más o menos próximas. Esto no le impide el uso de las rimas, porque, paradógicamente estas nada tienen que ver con el fondo de las imágenes.

En lo personal, en relación a las Memorias de un librero (1984), debo agregar que siempre me consiguió las obras que escaseaban o estaban agotadas.

Yo había comenzado a escribir Sables, historias y crímenes, que luego editaría Bruguera, cuando advertí que faltaba el libro de José M. Ramos Mejía: Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina. Yánover movilizó a más de un librero y a los tres días me trajo la obra en una edición encuadernada en La Cultura Popular.

Era gran amigo de sus amigos y de una gran generosidad.

Cierto día, estando yo en su librería de la calle Las Heras, se acercó un individuo pobremente vestido que llevaba un libro finamente encuadernado bajo el brazo. Preguntó por las obras de filosofía, y Yánover le indicó los estantes.

En ese momento yo hablaba de las tres clases de lectores: el bibliómano, que trata toda clase de temas, sean buenos o malos. El bibliófilo, al que sólo le interesan los incunables y las ediciones agotadas. Y al lado de éste el bibliópata, aquel que compraba un volumen porque ostentaba una tapa hermosamente ilustrada y estaba impecablemente impreso. El bibliópata acaricia la tapa, le pasa repetidamente su mano, como si estuviera acariciando el rostro de una mujer.

Mientras charlaba de todo esto, Yánover observó un movimiento sospechoso del desconocido. Alcanzó a ver un hueco en la estantería y un rápido acomodamiento del libro encuadernado que traía bajo el brazo. Este libro era hueco, y en él cabía cualquiera otro libro. Luego, cerrada su tapa, era imposible de saber que se trataba de un "artilugio" para introducir libros en su hueco.

El desconocido, realizada la maniobra, salió rápidamente de la librería. Pero Yánover le dio alcance en la calle, socorrido por un agente de policía que sospechó el hurto.

- ¿Lo llevo a la comisaría? -preguntó el agente. Pero Yánover, abriendo el "artilugio" recuperó su libro y vio la cara de sufrimiento del desconocido.

- No es nada -contestó. Lo corrí para que me devolviera un libro que le había prestado.

El agente liberó al ladrón mientras Yánover me decía al oído:

- Quedará para una nueva edición de mis Memorias.

Así era Héctor Yánover, el preocupado director de la Biblioteca Nacional que administró celosamente como si fuera su librería.



HÉCTOR YÁNOVER
Argentina, 1929

HIROSHIMA


Doscientos ochenta mil muertos, compañeros.
Y una muñeca de arcilla los recuerda.
Una semana de años los recubren
a los doscientos ochenta mil muertos,
y otra vendrá, y vendrán otras,
pero nunca jamás olvidaremos.
Eran las ocho y treinta en la mañana,
un seis de agosto y fría era la muerte.
La guerra despedía sus veleros
con doscientos ochenta mil muertos
sorprendidos en la luz de su última mañana.
Sesenta millones precedían esta súbita muerte,
y eran pobres, mendigos, claudicantes,
señores, obreros y poetas;
resortes de ciudad en la mañana,
palanca de las horas venideras,
centrífugas del mal, del bien, del hambre,
del sol de fiesta, de la noche y luna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario