Agosto 1976, Buenos Aires
Todo poeta
y así he de llamarme de ahora en más
debe escribir —tarde o temprano—
su carta del adiós
Pretendo todo lo que sea posible
en el recorrido hacia lo inefable,
lo inefable en sí, no me interesa.
Soy lo que se dice un caminante, un viejo marino.
De los puertos,
sólo tenues fragancias,
sólo el color maduro de las fresas.
Mi vida está en el mar,
en las distancias,
en las lejanas sombras de la noche.
Algas marinas y serenas luces de ultramar, guían mi destino.
Toda voluntad será deliberada o no será.
Y habrá quien busque desesperadamente el manto de oro,
las letras del origen.
Habrá quien mate y quien bendiga
el inquietante murmullo del recuerdo.
Adoradores del sol,
atletas del olvido,
burdos encantadores de serpientes.
Abomino de todas mis pertenencias.
Dejo la nada.
La violencia de un gesto imperceptible,
donde la locura,
la verdadera locura,
es todavía una esperanza.
Hago un tajo feroz sobre la tierra.
Divido el mundo en dos.
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