Ya asesinaste a tu postrer hermano:
ya estás solo.
¡Espacios: plaza, plaza al hombre!
Bajo la comba de plomo de la noche, oprimido
por la unánime acusación de los astros que
mudamente gimen,
¿adónde dirigirás tu planta?
Estos desiertos campos
están poblados de fantasmas duros, cuerpo en el
aire, negro en el aire negro,
basalto de las sombras,
sobre otras sombras apiladas.
Y tú aprietas el pecho jadeante
contra un muro de muertos, en pie sobre sus tumbas,
como si aún empujaras el carro de tu odio
a través de un mercado sin fin,
para vender la sangre del hermano,
en aquella mañana de sol, que contra tu amarilla
palidez se obstinaba,
que pujaba contra ti, leal al amor, leal a la vida,
como la savia enorme de la primavera es leal a la
enconada púa del cardo, que la ignora,
como el anhelo de la marea de agosto es leal al más
cruel niño que enfurece en su juego la playa.
Ah, sí, hendías, palpabas, ¡júbilo, júbilo!
era la sangre, eran los tallos duros de la sangre.
Como el avaro besa, palpa el acervo de sus rojas
monedas,
hundías las manos en esa tibieza densísima (hecha
de nuestro sueño, de nuestro amor que incesante
susurra)
para impregnar tu vida sin amor y sin sueño;
y tus belfos mojabas en el charco humeante
cual si sorber quisieras el misterio caliente del
mundo.
Pero, ahora, mira, son sombras lo que empujas,
¿no has visto que son sombras?
¿O vas quizá doblado como por un camino de sirga,
tirando de una torpe barcaza de granito,
que se enreda una vez y otra vez en todos los
troncos ribereños,
retama que se curva al huracán,
estéril arco donde
no han de silbar ni el grito ni la flecha,
buey en furia que encorva la espalda al rempujón
y ahinca
en las peñas el pie,
con músculos crujientes,
imagen de crispada anatomía?
Sombras son, hielo y sombras que te atan:
cercado estás de sombras gélidas.
También los espacios odian, también los espacios
son duros,
también Dios odia.
Espacios, plaza, por piedad al hombre!
Ahí tienes la delicia de los nos, tibias aún de paso
están las sendas.
Los senderos, esa tierna costumbre donde aún late
el amor de los días
(la cita, secreta como el recóndito corazón de una
fruta,
el lento mastín blanco de la fidelísima amistad,
el tráfago de signos con que expresamos la absorta
desazón de nuestra intima ternura),
sí, las sendas amantes que no olvidan,
guardan aún la huella delicada, la tierna forma del
pie humano,
ya sin final, sin destino en la tierra,
ya sólo tiempo en extensión, sin ansia,
tiempo de Dios, quehacer de Dios,
no de los hombres.
¿Adónde huirás, Caín, postrer Caín?
Huyes contra las sombras, huyendo de las sombras,
huyes
cual quisieras huir de tu recuerdo,
pero, ¿cómo asesinar al recuerdo
si es la bestia que ulula a un tiempo mismo
desde toda la redondez del horizonte,
si aquella nebulosa, si aquel astro ya oscuro,
aún recordando están,
si el máximo universo, de un alto amor en vela
también recuerdo es sólo,
si Dios es sólo eterna presencia del recuerdo?
Ves, la luna recuerda
ahora que extiende como el ala tórpida
de un murciélago blanco
su álgida mano de lechosa lluvia.
Esparcidos lingotes de descarnada plata,
los huesos de tus víctimas
son la sola cosecha de este campo tristísimo.
Se erguían, sí, se alzaban, pujando como torres,
como oraciones hacia Dios,
cercados por la niebla rosada y temblorosa de la
carne,
acariciados por el terco fluido maternal que sin rumor
los lamía en un sueño:
muchachas, como navíos tímidos en la boca del puerto
sesgando, hacia el amor sesgando;
atletas como bellos meteoros, que encrespaban el
aire, exactísimos muelles hacia la gloria vertical
de las pértigas,
o flores que se inclinan, o sedas que se pliegan sin
crujido en el descenso elástico;
y niños, duros niños, trepantes, aferrados por las
rocas, afincando la vida, incrustados en vida,
como pepitas áureas.
¡Ah, los hombres se alzaban, se erguían los bellos
báculos de Dios,
los florecidos báculos del viejísimo Dios!
Nunca más, nunca más,
Nunca más.
Pero, tu, ¿por qué tiemblas?
Los huesos no se yerguen: calladamente acusan.
He ahí las ruinas.
He ahí la historia del hombre (sí, tu historia)
estampada como la maldición de Dios sobre la
piedra.
Son las ciudades donde llamearon
en la aurora sin sueño las alarmas,
cuando la multitud cual otra enloquecida llama
súbita,
rompía el caz de la avenida insuficiente,
rebotaba bramando contra los palacios desiertos
hocicando como un negruzco topo en agonía su
lóbrego camino.
Pero en los patinejos destrozados,
bajo la rota piedad de las bóvedas,
sólo las fieras aullarán el terror del crepúsculo.
Algunas tiernas casas aún esperan
en el umbral las voces, la sonrisa creciente
del morador que vuelve fatigado
del bullicio del día,
los juegos infantiles
a la sombra materna de la acacia,
los besos del amante enfurecido
en la profunda alcoba.
Nunca más, nunca más.
Y tú pasas y vuelves la cabeza.
Tú vuelves la cabeza como si la volvieses
contra el ala de Dios.
Y huyes buscando
del jabalí la trocha inextricable,
el surco de la hiena asombradiza;
huyes por las barrancas, por las húmedas
cavernas que en sus últimos salones
torpes lagos asordan, donde el monstruo sin ojos
divina voluntad se sueña, mientras blando se
amolda a la hendidura
y el fofo palpitar de sus membranas
le mide el tiempo negro.
Y a ti, Caín, el sordo horror te apalpa,
y huyes de nuevo, huyes.
Huyes cruzando súbitas tormentas de primavera,
entre ese vaho que enciende con un torpor de fuego
la sombría conciencia de la alimaña,
entre ese zumo creciente de las tiernísimas células
vegetales,
esa húmeda avidez que en tanto brote estalla, en
tanta delicada superficie se adulza,
mas siempre brama «amor» cual un suspiro oscuro.
Huyes maldiciendo las abrazantes lianas que te
traban como mujeres enardecidas,
odiando la felicidad candorosa de la pareja de
chimpancés que acuna su cría bajo el inmenso cielo
del baobab,
el nupcial vuelo doble de las moscas, torpísimas
gabarras en delicia por el aire inflamado de junio.
Huyes odiando las fieras y los pájaros, las hierbas
y los árboles,
y hasta las mismas rocas calcinadas,
odiándote lo mismo que a Dios,
odiando a Dios.
Pero la vida es más fuerte que tú,
pero el amor es más fuerte que tú,
pero Dios es más fuerte que tú.
Y arriba, en astros sacudidos por huracanes de
fuego,
en extinguidos astros que, aún calientes, palpitan
o que, fríos, solejan a otras lumbreras jóvenes,
bullendo está la eterna pasión trémula.
Y, más arriba, Dios.
Húndete, pues, con tu torva historia de crímenes,
precipítale contra los vengadores fantasmas,
desvanécete, fantasma entre fantasmas,
gélida sombra las entre sombras,
tú maldición de Dios,
postrer Caín,
el hombre.
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